En pleno almuerzo uno apareció con hamburguesas de
garbanzos, otro con ensalada misteriosa y el tercero rompió todos los cálculos
con empanadas de soja.
Los miré y entendí que cada uno come lo que quiere y lo que
le gusta, que justamente sobre gustos hay un millón de bibliotecas.
Pero me hizo ruido el nombre, empanadas de soja. Llegaba
hasta la de carne, la de pollo y la de jamón y queso, pero esto rompe los
límites.
La empanada tal y cual la conocemos los argentinos, está tan
ligada a lo tradicional que uno sólo dice esa palabra y se imagina una empanada
frita, jugosa de carne o pollo, bien condimentada y capaz de llevarnos al mismo
paraíso del sabor. Y en el peor de los casos de jamón y queso, que no es muy
diferente a una tarta de jamón y queso pero con otra forma.
En lo único que se parece una empanada de soja con una de
verdad es en la masa, en la tapa, porque el resto no tiene ni un solo
ingrediente en común.
La verdad podrían llamarlas de otra manera, porque si se
trata de comidas, la milanesa es milanesa, la pizza es pizza y el asado es
asado. Una empanada es una empanada.
Ahora si la idea es un producto nuevo con forma de empanada,
es otra cosa.
Ni mejor ni peor, distinto y tanto que debería llevar otro
nombre.
La cara que pondrían los participantes en Tucumán cuando
compiten por la mejor empanada del país si les apareciera una de soja. O la de
los mejores asadores en Buenos Aires si la competencia fuera para ver quién asa
mejor las verduras.
Que la modernidad y los nuevos sabores no nos hagan perder
de vista las tradiciones y los gustos originales. Que la vida sana no se lleve
por delante las comidas más ricas.
Una empanada seguirá siendo empanada, pero será necesario
que al menos tengan gusto a empanada.